martes, 3 de septiembre de 2013

Recordando a Jesús

LA IGLESIA EN UNA SOCIEDAD SIN ESPERANZA

La Semana Santa es un tiempo de reencuentro y reflexión con Nuestro Señor y ocasión para revivir el sentido de nuestra historia, personal y colectiva, inserta en los tiempos que nos toca vivir, en nuestro difícil y contradictorio país. Según un famoso teólogo holandés, de apellido difícil de pronunciar y de escribir, el ser humano del Siglo XXI -entre los cuales nos contamos los paraguayos-, emerge desde una sociedad con fatiga crónica, un poco cínica, decepcionada de sí misma, una sociedad postrada.

Quizás sea un efecto inevitable: dos mil años de cultura occidental, quinientos de los cuales nos pertenecen, pueden inducirnos al tedio de ver Estados sobredimensionados e ineptos, que han sido incapaces de resolver tan siquiera "uno solo" de los problemas básicos y, por el contrario, han aplicado los recursos de la sociedad -que pertenecen a todos-  para preservar su existencia, según las necesidades de una burocracia improductiva y lastrante, en contubernio con empresarios, neoliberales o no, ambiciosos y sin escrúpulos.

La situación política provoca hartazgo: los partidos políticos —que por definición deberían ser una alternativa al sistema— se conducen como elementos del estabilshment, con propuestas que son notables por su nimiedad intelectual y moral, hecho que tratan de disimular reduciendo la praxis política a una cuestión de propaganda y de encuestas.

La cuestión económica no está mejor: la implantación en el ámbito mundial —por la razón o por la fuerza— de una economía neoliberal centrada en el mercado, ha demostrado que, lejos de generar crecimiento económico en los países pobres, lo que hace es polarizar los sectores económicos, "enriqueciendo a los más ricos hasta la insolencia y empobreciendo a los más pobres hasta la ignominia".

Frente a lo anterior, las iglesias —su jerarquía en términos generales— parecen perplejas, desconcertadas, con imprecisas apelaciones a los valores cristianos, que no pueden ser traducidas a la práctica por -entre otras cosas- la falta de convicciones fuertes. Algunos se envuelven en un discurso espiritual, más parecido a una técnica de eludir  conflictos que a la palabra de Dios aplicada a la vida de todos los días. 

El tiempo de la esperanza

Si algo de lo dicho resulta una aproximación al "espíritu del tiempo", a lo que nos pasa,  será posible concluir que necesitamos crear, abrir, expandir  un futuro de esperanza a una sociedad sin esperanza, con signos de agobio y desaliento respecto de sus propias instituciones políticas, económicas y religiosas, incluso. Esto nos obliga a un nuevo mirar -sea desde la  fe, sea desde el humanismo— a la Iglesia Católica, esencial y cristiana, que pese a todo, ha sido la columna vertebral de nuestra historia nacional y Latinoamericana.

No se trata, por cierto, de la Iglesia transmutada en noticia de los medios, la que se fotografía y entrevista, a esa Iglesia proclive al protagonismo -si mediático mejor-  y que solo logra distraer la atención de Jesucristo y del Evangelio.

Pero no nos preocuparemos por calificarla, porque ya está  censurada: "...quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame Rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar Rabbí, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie Padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar Directores, porque uno solo es vuestro Director: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23,6-12). 

Tampoco nos referimos al sector de la Iglesia que necesita proclamar en documentos oficiales o en frases pomposas "su opción preferencial por los pobres" —más que explícita en el Evangelio—, tal vez para convencerse de que no ha optado por lo contrario, que no está en la vereda de enfrente. Éste sector ya ha sido descalificado: “... Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que lleva el vestido espléndido y le decís: «Tú, siéntate aquí, en un buen lugar»; y en cambio al pobre le decís: «Tú, quédate ahí de pie», o «Siéntate a mis pies». ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con criterios malos? Escuchad, hermanos míos queridos: ¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman? ¡En cambio vosotros habéis menospreciado al pobre! ¿No son acaso los ricos los que os oprimen y os arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los que blasfeman el hermoso Nombre que ha sido invocado sobre vosotros?” (Stg 2,1-7) 

Sí nos referimos a la Iglesia de los cristianos anónimos que, a lo largo de dos milenios han construido en silencioso compromiso lo mejor de la cultura occidental: creadores y portadores del humanismo cristiano que viene a traducirse hoy  -junto a muchas otras cosas-  en la democracia, forma contemporánea de la comensalidad o la equidad fraterna del Evangelio de Jesús de Nazaret.Habrá que volver la mirada a la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles y releer el Concilio de Jerusalén, cátedra de parlamentarismo democrático cristiano (Hch 15); a la Iglesia de la carta de Santiago, a la Iglesia de Francisco de Asís, de Domingo de Guzmán, de Vicente de Paúl, de Carlos de Foucauld, cristianos que condensan la experiencia del Evangelio de Jesucristo en épocas, culturas y generaciones diferentes. 

Habrá que mirar atentamente  a la Iglesia de hoy, que ha vivido una fuerte experiencia de democracia en ese parlamento ecuménico que fue el Concilio Vaticano II, que produjo textos que todavía esperan su cabal interpretación, profundización y puesta en práctica, en esta Iglesia contemporánea, inserta cada vez más intensamente en el mundo para el que fue hecha.

La Iglesia Profética

Habrá que escuchar a esa Iglesia que persiste en la tradición profética de Israel, recogida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, con una teología a secas, que resulta necesariamente liberadora y comprometida con los aspectos sociales, económicos y  políticos del ser humano y de la sociedad.  

Iglesia profética la de hoy, que se empeña en iluminar y acompañar en la fraternidad las búsquedas más apremiantes de los hombres: equidad económica, igualdad social, respeto por el medio ambiente, reencuentro del sentido de "ser" mejor que "tener", rechazo al consumismo, independencia de los mass media y la posibilidad real de ser feliz. 

Iglesia profética, responsable de la crítica oportuna para estimular la adultez y de una palabra de esperanza para editar el futuro.

Hay que mirar y escuchar a esa Iglesia inspirada en Jesús de Nazaret, quien  junta en su mesa a "comensales", y esto es particularmente importante porque sus invitados son los pobres, a quienes considera propietarios del Reino de Dios, beneficiarios del nuevo orden que se inicia con su praxis: “Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios».” Estos pobres, son aquellos que nada tienen, que han sido despojados de sus bienes, de su dignidad y tienen que mendigar para sobrevivir. Exactamente como nuestros niños -y no tanto- de las calles asuncenas.  

A éstos propone como comensales del Reino (Lc 14,12-24); de éstos fue un atento anfitrión (Mc 6,34-37), por éstos se gano la desaprobación de sus contemporáneos: “Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos.

Los pobres y el nuevo orden

La integración de estos sectores pobres al nuevo orden religioso social y económico iniciado por Jesús de Nazaret al anunciar el Reino de Dios entre los hombres, no es la resultante de su prédica, tampoco de la reivindicación de un estado de derecho, menos aún del cambio en el liderazgo de la sociedad y nada tiene que ver con una revolución.

Es el correlato de una experiencia de fraternidad, objetivada en un modo diferente de pensar en los otros y en sí mismo, una concepción nueva del ser humano, consecuencia directa de una manera nueva de entender a Dios: por boca de Jesús de Nazaret nos enteramos que Dios, el Creador, se define como el Padre común, que no sabe distinguir entre sus hijos (Mt 5 44-45), como el Padre bondadoso no sabe más que perdonar y cobijar, aún cuando vaya en contra de la ley (Lc 15 11-32). 

Estamos ante un hecho fundante y definitivo para el ser humano, el descubrimiento de su verdadera dimensión humana, de su dignidad, de su derecho a la vida, a la justicia, a los bienes de la tierra, a la paz, a la felicidad y, sobre todo, a la esperanza. Para que esta experiencia se viva como un hecho, Jesús de Nazaret ignoró todos los prejuicios: rompió con lo establecido, se convirtió en transgresor para poder fraternizar con los pobres en torno a su mesa, a un pedazo de pan, a un vaso de vino.

Quien ha experimentado a Dios como Padre a partir de la proximidad y de la fraternidad de Jesús de Nazaret, no puede menos que hacer suya la causa de Jesús en todos los aspectos de la existencia humana, proponiendo, más allá de la política, partidista o nó, una experiencia democrática e integradora, que busca una fraternidad incluyente. 

Así pues, queremos recuperar el rumbo y la esperanza. No se busca el imposible  retorno de una Iglesia triunfalista, y los jacobinos de derechas y de izquierdas pueden permanecer en calma, porque: “He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en una asna y un pollino, hijo de animal de yugo.” (Mt 21,5).

Felices Pascuas, mis hermanos.


                                                                                                   AMÓS
Abril de 2007

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