Recordando a Jesús
LA IGLESIA EN UNA SOCIEDAD SIN ESPERANZA
La Semana Santa es un tiempo de reencuentro y reflexión con
Nuestro Señor y ocasión para revivir el sentido de nuestra historia, personal y
colectiva, inserta en los tiempos que nos toca vivir, en nuestro difícil y
contradictorio país. Según un famoso teólogo holandés, de apellido difícil de
pronunciar y de escribir, el ser humano del Siglo XXI -entre los cuales nos
contamos los paraguayos-, emerge desde una sociedad con fatiga crónica, un poco
cínica, decepcionada de sí misma, una sociedad postrada.
Quizás sea un efecto inevitable: dos mil años de cultura
occidental, quinientos de los cuales nos pertenecen, pueden inducirnos al tedio
de ver Estados sobredimensionados e ineptos, que han sido incapaces de resolver
tan siquiera "uno solo" de los problemas básicos y, por el contrario,
han aplicado los recursos de la sociedad -que pertenecen a todos- para preservar su existencia, según las
necesidades de una burocracia improductiva y lastrante, en contubernio con
empresarios, neoliberales o no, ambiciosos y sin escrúpulos.
La situación política provoca hartazgo: los partidos
políticos —que por definición deberían ser una alternativa al sistema— se
conducen como elementos del estabilshment, con propuestas que son notables por
su nimiedad intelectual y moral, hecho que tratan de disimular reduciendo la
praxis política a una cuestión de propaganda y de encuestas.
La cuestión económica no está mejor: la implantación en el
ámbito mundial —por la razón o por la fuerza— de una economía neoliberal
centrada en el mercado, ha demostrado que, lejos de generar crecimiento
económico en los países pobres, lo que hace es polarizar los sectores
económicos, "enriqueciendo a los más ricos hasta la insolencia y
empobreciendo a los más pobres hasta la ignominia".
Frente a lo anterior, las iglesias —su jerarquía en términos
generales— parecen perplejas, desconcertadas, con imprecisas apelaciones a los
valores cristianos, que no pueden ser traducidas a la práctica por -entre otras
cosas- la falta de convicciones fuertes. Algunos se envuelven en un discurso
espiritual, más parecido a una técnica de eludir conflictos que a la palabra de Dios aplicada
a la vida de todos los días.
El tiempo de la
esperanza
Si algo de lo dicho resulta una aproximación al
"espíritu del tiempo", a lo que nos pasa, será posible concluir que necesitamos crear,
abrir, expandir un futuro de esperanza a una sociedad sin esperanza, con signos de
agobio y desaliento respecto de sus propias instituciones políticas, económicas
y religiosas, incluso. Esto nos obliga a un nuevo mirar -sea desde
la fe, sea desde el humanismo— a la Iglesia Católica,
esencial y cristiana, que
pese a todo, ha sido la columna vertebral de nuestra historia nacional y
Latinoamericana.
No
se trata, por cierto, de la Iglesia transmutada en noticia de los medios, la
que se fotografía y entrevista, a esa Iglesia proclive al protagonismo -si
mediático mejor- y que solo logra
distraer la atención de Jesucristo y del Evangelio.
Pero no nos preocuparemos por calificarla, porque ya
está censurada: "...quieren el primer puesto en los
banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las
plazas y que la gente les llame Rabbí. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar
Rabbí, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni
llaméis a nadie Padre vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre:
el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar Directores, porque uno solo es
vuestro Director: el Cristo. El mayor entre vosotros será vuestro servidor.
Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»
(Mt 23,6-12).
Tampoco nos referimos al sector de la Iglesia que necesita
proclamar en documentos oficiales o en frases pomposas "su opción
preferencial por los pobres" —más que explícita en el Evangelio—, tal vez
para convencerse de que no ha optado por lo contrario, que no está en la vereda
de enfrente. Éste sector ya ha sido descalificado: “... Supongamos que entra en
vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y
entra también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al
que lleva el vestido espléndido y le decís: «Tú, siéntate aquí, en un buen
lugar»; y en cambio al pobre le decís: «Tú, quédate ahí de pie», o «Siéntate a
mis pies». ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces con
criterios malos? Escuchad, hermanos míos queridos: ¿Acaso no ha escogido Dios a
los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos
del Reino que prometió a los que le aman? ¡En cambio vosotros habéis
menospreciado al pobre! ¿No son acaso los ricos los que os oprimen y os
arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los que blasfeman el hermoso Nombre
que ha sido invocado sobre vosotros?” (Stg 2,1-7)
Sí nos referimos a la Iglesia de los cristianos anónimos que,
a lo largo de dos milenios han construido en silencioso compromiso lo mejor de
la cultura occidental: creadores y portadores del humanismo cristiano que viene
a traducirse hoy -junto a muchas otras
cosas- en la democracia, forma
contemporánea de la comensalidad o la equidad fraterna del Evangelio de Jesús
de Nazaret.Habrá que volver la mirada a la
Iglesia de los Hechos de los Apóstoles y releer el Concilio de Jerusalén,
cátedra de parlamentarismo democrático cristiano (Hch 15); a la Iglesia de la
carta de Santiago, a la Iglesia de
Francisco de Asís, de Domingo de Guzmán, de Vicente de Paúl, de Carlos de
Foucauld, cristianos que condensan la experiencia del Evangelio de Jesucristo
en épocas, culturas y generaciones diferentes.
Habrá que mirar atentamente a la Iglesia de hoy, que ha vivido una fuerte
experiencia de democracia en ese parlamento ecuménico que fue el Concilio
Vaticano II, que produjo textos que todavía esperan su cabal interpretación,
profundización y puesta en práctica, en esta Iglesia contemporánea, inserta
cada vez más intensamente en el mundo para el que fue hecha.
La Iglesia Profética
Habrá que escuchar a esa Iglesia que
persiste en la tradición profética de Israel, recogida en el Antiguo y en el
Nuevo Testamento, con una teología a secas, que resulta necesariamente
liberadora y comprometida con los aspectos sociales, económicos y políticos del ser humano y de la sociedad.
Iglesia profética la de hoy, que se empeña en
iluminar y acompañar en la fraternidad las búsquedas más apremiantes de los
hombres: equidad económica, igualdad social, respeto por el medio ambiente,
reencuentro del sentido de "ser" mejor que "tener", rechazo
al consumismo, independencia de los mass media y la posibilidad real de ser
feliz.
Iglesia profética, responsable de la crítica oportuna para estimular la
adultez y de una palabra de esperanza para editar el futuro.
Hay que mirar y escuchar a esa Iglesia inspirada en Jesús de
Nazaret, quien junta en su mesa a
"comensales", y esto es particularmente importante porque sus
invitados son los pobres, a quienes considera propietarios del Reino de Dios,
beneficiarios del nuevo orden que se inicia con su praxis: “Y él, alzando los
ojos hacia sus discípulos, decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro
es el Reino de Dios».” Estos pobres, son aquellos que nada tienen, que han sido
despojados de sus bienes, de su dignidad y tienen que mendigar para sobrevivir.
Exactamente como nuestros niños -y no tanto- de las calles asuncenas.
A éstos propone como comensales del Reino (Lc
14,12-24); de éstos fue un atento anfitrión (Mc 6,34-37), por éstos se gano la
desaprobación de sus contemporáneos: “Ahí tenéis un comilón y un borracho,
amigo de publicanos.
Los pobres y el nuevo
orden
La integración de estos sectores pobres al nuevo orden
religioso social y económico iniciado por Jesús de Nazaret al anunciar el Reino
de Dios entre los hombres, no es la resultante de su prédica, tampoco de la
reivindicación de un estado de derecho, menos aún del cambio en el liderazgo de
la sociedad y nada tiene que ver con una revolución.
Es el correlato de una experiencia de fraternidad, objetivada en un
modo diferente de pensar en los otros y en sí mismo, una concepción nueva del
ser humano, consecuencia directa de una manera nueva de entender a Dios: por
boca de Jesús de Nazaret nos enteramos que Dios, el Creador, se define como el Padre común, que no
sabe distinguir entre sus hijos (Mt 5 44-45), como el Padre bondadoso no sabe
más que perdonar y cobijar, aún cuando vaya en contra de la ley (Lc 15 11-32).
Estamos ante un hecho fundante y definitivo para el ser humano, el
descubrimiento de su verdadera dimensión humana, de su dignidad, de su derecho
a la vida, a la justicia, a los bienes de la tierra, a la paz, a la felicidad
y, sobre todo, a la esperanza. Para que esta experiencia se viva como un hecho,
Jesús de Nazaret ignoró todos los prejuicios: rompió con lo establecido, se
convirtió en transgresor para poder fraternizar con los pobres en torno a su
mesa, a un pedazo de pan, a un vaso de vino.
Quien ha experimentado a Dios como Padre a partir de la
proximidad y de la fraternidad de Jesús de Nazaret, no puede menos que hacer
suya la causa de Jesús en todos los aspectos de la existencia humana,
proponiendo, más allá de la política, partidista o nó, una experiencia
democrática e integradora, que busca una fraternidad incluyente.
Así pues, queremos recuperar el rumbo y la
esperanza. No se busca el imposible retorno
de una Iglesia triunfalista, y los jacobinos de derechas y de izquierdas pueden
permanecer en calma, porque: “He aquí que tu Rey viene a ti, manso y montado en
una asna y un pollino, hijo de animal de yugo.” (Mt 21,5).
Felices Pascuas, mis hermanos.
AMÓS
Abril de 2007
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