martes, 3 de septiembre de 2013

Las ciudades de Utopía

Las ciudades de Utopía
(en recuerdo de Monseñor Acha)

Era alto, de ojos risueños, de sonrisa fácil y de rápida ironía. Era bueno, tenía paciencia para enseñar, acompañaba los procesos y se esforzaba por entendernos, intento muchas veces fallido y reiterado.

Amigo de la verdad, del conocer, del aprender, capaz de descubrir la singularidad y valor de cada persona, pero sin concesiones facilistas. Era riguroso en el razonar;  cuando exponíamos y empezábamos a divagar, se encendía  una luz de alarma en sus ojos, y luego descargaba sus críticas -demoledoras a veces- con fina ironía.

No sé precisar con exactitud cómo lo hacía, pero nos enseñaba a pensar, a establecer conexiones de sentido propias, a arriesgar un pensamiento propio, aún a costa del ridículo, a cuya inducción todos adheríamos con extraño entusiasmo y al que todos éramos propensos.

Sacerdote, luego Obispo, no se imponía por el carisma del cargo. Con sencillez, sin aspavientos y sin condescender, se ponía a la altura nuestra y nos impulsaba a elevarnos. Pero cuando celebraba la Santa Misa, se transformaba, tenía una concentración tan intensa que de repente, lo desconocíamos. Y eso integraba lo más profundo de su personalidad. Ahora lo intuimos, él subía al Calvario con cada Misa.

Recuerdo con nostalgia -entre triste y alegre- sus clases donde era habitual que nos sentáramos en círculo, cada uno en su lugar y habláramos: tenía un tema preferido, la Utopía.

En plena dictadura estronista, que parecía eterna por inmutable, él contaba con la utopía que según el diccionario es un "plan, proyecto o ficción ideal, pero de imposible realización", y la utilizaba como instrumento de liberación. Nos decía que la utopía era como el horizonte, imposible de alcanzar, pero "que nos ayudaba a encontrar un camino y seguirlo". 

Nos contaba como si fuera un cuento, sobre una de las ciudades de utopía, llamada Amaurota y señalaba con Tomás Moro, que "quien ha visto una de las ciudades de Utopía las ha visto todas, tan semejantes son unas a otras..."

Manejaba como pocos el lenguaje de alusión, nos relataba que esa curiosa ciudad estaba atravesada por el río Anhidro, literalmente "sin agua" y estaba gobernada por un príncipe Ademos, esto es, "sin pueblo". Se detenía y nos miraba pausadamente, y luego como un latigazo agregaba "los déspotas tienen masa, los líderes democráticos pueden tener pueblo". 

Enfatizaba el condicional, porque no basta simplemente la libertad formal para que una masa se constituya en "pueblo". Había que construirlo.

Luego nos escudriñaba para ver si habíamos establecido la relación entre el cuento y nuestra realidad política en ese momento. Advertido que habíamos identificado al príncipe y a su país, se distendía y seguía contando cuentos, en tono pausado, casual, hasta terminar en un murmullo casi, donde todo se desvanecía naturalmente. Bruscamente cerraba sus apuntes, se levantaba, y se retiraba deseándonos "buenas noches". Y nosotros quedábamos peleando con Ademos. Algunos todavía lo hacemos.

Así lo recuerdo a Monseñor Acha: inteligente, humano, perspicaz, buen maestro y sacerdote, y esencialmente un hombre libre, que contribuía a formar personas libres.

Como todos, debió tener aspectos obscuros de su personalidad, pero no los percibí jamás, y prefiero recordarlo en su lado luminoso, porque eso fue lo que nos mostró. ¿Idealizado? Puede ser. Pero quién dice que lo ideal no debe formar parte de nuestra realidad.

Monseñor Acha decía -refiriéndose a la política- que idealismo y realismo se implican mutuamente y que por separado carecían de entidad real. Y reclamaba una racionalidad humana. En los setenta, iniciándose la marea neoliberal, él rechazaba la racionalidad económica como la única posible y afirmaba que lo racional debía apuntar ante todo, a establecer conexiones de sentido entre valores y fines, aplicado a la búsqueda del bien común. Casi un profeta.

Sociólogo al fin, se permitía cierta irreverencia ante la tradición. En nuestro grupo, no le agradaba que le dijeran Monseñor, "una costumbre medieval" decía, pero nadie le pudo llamar de otra forma, de modo que se resignó.

! Cuánto hubiera aportado a la Iglesia ¡ En estos tiempos de incertidumbre nos hubiera dado seguridad, firmeza y rumbo cierto, aderezado con una pizca de alegría.

Monseñor Acha, es de esas personas que todavía hacen falta, que todavía se las extraña, que todavía reviven en afectos, y que de algún modo todavía están.

Luis C. Simancas
(discípulo y colega)



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