Las
ciudades de Utopía
(en
recuerdo de Monseñor Acha)
Era alto, de ojos risueños, de
sonrisa fácil y de rápida ironía. Era bueno, tenía paciencia para enseñar,
acompañaba los procesos y se esforzaba por entendernos, intento muchas veces
fallido y reiterado.
Amigo de la verdad, del
conocer, del aprender, capaz de descubrir la singularidad y valor de cada
persona, pero sin concesiones facilistas. Era riguroso en el razonar; cuando exponíamos y empezábamos a divagar, se
encendía una luz de alarma en sus ojos,
y luego descargaba sus críticas -demoledoras a veces- con fina ironía.
No sé precisar con exactitud
cómo lo hacía, pero nos enseñaba a pensar, a establecer conexiones de sentido
propias, a arriesgar un pensamiento propio, aún a costa del ridículo, a cuya
inducción todos adheríamos con extraño entusiasmo y al que todos éramos
propensos.
Sacerdote, luego Obispo, no se
imponía por el carisma del cargo. Con sencillez, sin aspavientos y sin
condescender, se ponía a la altura nuestra y nos impulsaba a elevarnos. Pero
cuando celebraba la Santa Misa, se transformaba, tenía una concentración tan
intensa que de repente, lo desconocíamos. Y eso integraba lo más profundo de su
personalidad. Ahora lo intuimos, él subía al Calvario con cada Misa.
Recuerdo con nostalgia -entre
triste y alegre- sus clases donde era habitual que nos sentáramos en círculo,
cada uno en su lugar y habláramos: tenía un tema preferido, la Utopía.
En plena dictadura estronista,
que parecía eterna por inmutable, él contaba con la utopía que según el
diccionario es un "plan, proyecto o ficción ideal, pero de imposible
realización", y la utilizaba como instrumento de liberación. Nos decía que
la utopía era como el horizonte, imposible de alcanzar, pero "que nos
ayudaba a encontrar un camino y seguirlo".
Nos contaba como si fuera un
cuento, sobre una de las ciudades de utopía, llamada Amaurota y señalaba con
Tomás Moro, que "quien ha visto una de las ciudades de Utopía las ha visto
todas, tan semejantes son unas a otras..."
Manejaba como pocos el
lenguaje de alusión, nos relataba que esa curiosa ciudad estaba atravesada por
el río Anhidro, literalmente "sin agua" y estaba gobernada por un
príncipe Ademos, esto es, "sin pueblo". Se detenía y nos miraba
pausadamente, y luego como un latigazo agregaba "los déspotas tienen masa,
los líderes democráticos pueden tener pueblo".
Enfatizaba el condicional,
porque no basta simplemente la libertad formal para que una masa se constituya
en "pueblo". Había que construirlo.
Luego nos escudriñaba para ver
si habíamos establecido la relación entre el cuento y nuestra realidad política
en ese momento. Advertido que habíamos identificado al príncipe y a su país, se
distendía y seguía contando cuentos, en tono pausado, casual, hasta terminar en
un murmullo casi, donde todo se desvanecía naturalmente. Bruscamente cerraba
sus apuntes, se levantaba, y se retiraba deseándonos "buenas noches".
Y nosotros quedábamos peleando con Ademos. Algunos todavía lo hacemos.
Así lo recuerdo a Monseñor
Acha: inteligente, humano, perspicaz, buen maestro y sacerdote, y esencialmente
un hombre libre, que contribuía a formar personas libres.
Como todos, debió tener
aspectos obscuros de su personalidad, pero no los percibí jamás, y prefiero
recordarlo en su lado luminoso, porque eso fue lo que nos mostró. ¿Idealizado?
Puede ser. Pero quién dice que lo ideal no debe formar parte de nuestra
realidad.
Monseñor Acha decía
-refiriéndose a la política- que idealismo y realismo se implican mutuamente y
que por separado carecían de entidad real. Y reclamaba una racionalidad humana.
En los setenta, iniciándose la marea neoliberal, él rechazaba la racionalidad
económica como la única posible y afirmaba que lo racional debía apuntar ante
todo, a establecer conexiones de sentido entre valores y fines, aplicado a la
búsqueda del bien común. Casi un profeta.
Sociólogo al fin, se permitía
cierta irreverencia ante la tradición. En nuestro grupo, no le agradaba que le
dijeran Monseñor, "una costumbre medieval" decía, pero nadie le pudo
llamar de otra forma, de modo que se resignó.
! Cuánto hubiera aportado a la
Iglesia ¡ En estos tiempos de incertidumbre nos hubiera dado seguridad, firmeza
y rumbo cierto, aderezado con una pizca de alegría.
Monseñor Acha, es de esas
personas que todavía hacen falta, que todavía se las extraña, que todavía
reviven en afectos, y que de algún modo todavía están.
Luis C. Simancas
(discípulo y colega)
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