viernes, 9 de agosto de 2013

El Estado capón

El Estado Capón

(Escrito en el 2001 cuando parecía que no pensar como los neoliberales era, cuando menos, un anacronismo)

¿Cuál es el papel del Estado en una democracia moderna?  Esta inquisitoria se torna más urgente a medida que las fuerzas neoconservadoras arrecian su ataque contra el Estado, que para ellos representa todos los males de un pasado anárquico e ineficiente, presidido por políticos y no por especialistas (perdón, economistas?)  Curiosamente es el mismo Estado que el liberalismo ayudó a crear desde el siglo 18, y que ahora parece ser disfuncional a los intereses del "mercado".

La pregunta es obvia ¿qué es un Estado moderno para los neoliberales?
Es preciso abandonar la riesgosa ingenuidad de las buenas intenciones ocultas tras una ideología con ropajes técnicos. Las propuestas de disminución del tamaño del Estado, de privatización de sus empresas y la disminución del gasto público, apuntan a un objetivo no percibido por nuestra mediocre clase política, más ocupada en el cultivo del pokaré que en su propia ilustración. 

Nuestro vilipendiado Estado occidental es producto histórico del desarrollo político y social de la humanidad, caracterizado especialmente por la incorporación de la clase media y los sectores populares -a lo largo del siglo pasado- a cuotas de poder político y participación en la economía. Conquistas que -no debe olvidarse- costaron muchas vidas y sacrificios. La denostada burocracia estatal y la "promoción popular" representan el ascenso de los nuevos grupos a estos espacios de poder. Reducir el Estado a un ente regulador o fiscalizador al servicio de las empresas y del "marketing país" es cancelar estas conquistas fruto del sufragio universal y las luchas sociales.

El Estado democrático es -a falta de un invento mejor- la máxima posibilidad de ascenso social, educación y salud para los sectores pobres de la población, pero más importante aún, la única posibilidad de decisión política frente al poder económico, hegemónico y excluyente de los empresarios nacionales e internacionales. 

Curiosamente, el verdadero enemigo del neoconservadurismo liberal no sería el Estado, sino aquello que está en su origen, esto es, la política. Los neoliberales nos proponen sin ruborizarse, el absurdo de una democracia sin política (y sin políticos), algo así como un pollo relleno sin nada adentro, que incluso puede no ser pollo, solo parecerlo. Lo que proponen es en esencia una fachada democrática, que atraiga la inversión extranjera, pero que simultáneamente anula la capacidad política de la población sin poder económico. El artificio funciona sobre la base de la formalidad de las apariencias: se mantiene el sufragio universal, los poderes del Estado, las campañas políticas y las elecciones regulares, pero quienes llegan al "poder" realmente no lo ejercen. No pueden hacerlo porque, entre otras cosas, se ven obligados a administrar un Estado mínimo, más parecido a una consultora o una agencia publicitaria que a una instancia de poder, de ejecución de políticas económicas y  sociales.

La ideología neoconservadora nos dice de la ineficiencia del Estado empresario, de la política y de los políticos. El Estado no debe administrar empresas, ni siquiera en áreas consideradas críticas, porque en un mundo globalizado estas no existen. Así -afirman- el Estado puede dedicarse a lo que realmente le compete (salud, educación, relaciones exteriores, seguridad ciudadana, garantizar las propiedades y los contratos). Disminuirá el gasto público y se evitará el exceso de empleos sobrevalorados, la corrupción y los subsidios innecesarios, lo cual permitiría bajar gradualmente los impuestos y generar condiciones para el crecimiento económico. 

Hasta aquí todo parece razonable, pero sucede que estos mismos sectores plantean que pueden hacerse cargo de la educación y la salud, siempre y cuando el  Estado les pague. Mediante bonos o como sea. La cuestión es que el Estado pague. ¿Qué queda entonces del Estado? Un Estado Capón.

Los entusiastas adherentes al "pensamiento único" atribuyen un papel clave al Estado como árbitro de los intereses entre privados y guardián de las fronteras, en otras palabras en una especie de capangas organizados, un cuerpo protector de las "únicas fuerzas vivas" de la sociedad que por una salvaje ironía de la historia no son otras que las del gran capital privado.

Pero entonces: ¿quién tendría interés en votar a políticos que presiden un Estado dueño de nada, que administra y no gobierna, y que hace de su tarea central proteger intereses extranjeros? ¿Qué influencia puede tener este Estado en la vida del ciudadano si ya no lo protege? En este escenario la política carece de sentido. El problema no es solo la carencia de valores y  de la corrupción concomitante. El tema es el pretendido fin de la política y su reemplazo por la administración tecnocrática, apoyada en los capitales privados. 

Pero el fin de la política es también el fin de la democracia tal como la conocemos, paradojalmente a manos de fuerzas liberales. En aras de la libertad económica cambiamos un monstruo de una cabeza (el Estado) por muchos monstruos de mil cabezas que gobiernan sin rostro, sin escrúpulos y sin responsabilidad. Ya hemos visto el destino de LAP, APAL y ACEPAR, y podemos avizorar lo que sucederá con ANTELCO, la ANDE y las rutas concesionadas. 

Y esto sólo para comenzar.
Atacar la política no es atacar al político corrupto, sino al principio de representación que ella supone. Es negar el poder ciudadano. Es volver a los tiempos donde sólo los grandes propietarios decidían, como en la época feudal. Pero el ataque neoliberal no es directo contra el sufragio universal, ni la democracia (la suponen necesaria para la vigencia del mercado), sino de un modo más sutil  y efectivo. 

Su blanco es el Estado consolidado en el siglo XX, y que -con todos sus defectos- es la única verdadera herramienta de las mayorías para conseguir cambios económicos y sociales. El sufragio es impotente sin un Estado que haga efectiva su decisión.

El máximo logro del "pensamiento único" es haber triunfado prácticamente sin confrontar y no necesita estar en el poder para que sus ideas se propaguen, pues incluso las llamadas fuerzas "progresistas" compiten para asumir como propio ese mandato. Así pues, si queremos ser ciudadanos de un Estado Capón sólo tenemos que privatizar lo poco que queda. Faltaría formalizar el derecho de pernada.... y paraguayos a la carga.

Luis C. Simancas
2001
                                                                                                                            


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